Pedro Páramo. Capítulo 28. Página 51.

Ir al resumen.

La madrugada fue apagando mis recuerdos.

Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.

-¿Quién será? -preguntaba la mujer.

-Quién sabe -contestaba el hombre.

-¿Cómo vendría a dar aquí?

-Quién sabe.

-Como que le oí decir algo de su padre.

-Yo también le oí decir eso.

-¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.

-Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.

-Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡Levántate!

-¿Y para qué quieras que me levante?

-No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.

-En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir. Fue lo único que dijo.

Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño.

Y al rato otra vez:

-Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.

-¿Qué preguntas puede hacernos?

-Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?

-Déjalo. Debe estar muy cansado.

-¿Crees tú?

-Ya cállate, mujer.

-Mira, se mueve. ¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido. -¿Qué te ha sucedido a ti?

-Aquello.

-No sé de qué hablas.

-No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.

-¿De cuál eso?

-De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.

-¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?

-Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.

-Déjame en paz, mujer.

El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongado; pero con voz muy queda:

-Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro eso no se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga... Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.

Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:

-Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciédose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú ni lo reconociste.

-Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!

-¿Y por qué me voy a dormir, si yo no tengo sueño?

-¡Levántate y lárgate adonde no des guerra!

-Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que yo voy a dejarle.

-Díselo.

-No podré. Me dará miedo.

-Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.

-Eso haré.

Retornar al Índice

Pasar al Capítulo 29.