Pedro Páramo. Capítulo 38. Página 70.
Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Oyó que siguieron tocando todas las puertas, despertando a la gente. La carrera que llevaba Fulgor -lo conoció por sus pasos- hacia la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de volver a llamar. Después siguió corriendo.
Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado. Ruidos vagos.
Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces, diciéndole: "¡Han matado a tu padre!" Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo.
Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.
-¡Descánselo aquí! No, así no. Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas? Todo en voz baja.
-¿Y él?
-Él duerme. No lo despierten. No hagan ruido.
Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si lo hubieran amortajado.
-¿Quién es? -preguntó.
Fulgor Sedano se acercó hasta él y le dijo:
-Es Miguel, don Pedro.
-¿Qué le hicieron? -gritó.
Esperaba oír: "Lo han matado." Y ya estaba previniendo su furia, haciendo bolas duras de rencor; pero oyó las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decían:
-Nadie le hizo nada.
-Él solo encontró la muerte. Había mecheros de petróleo aluzando la noche.
-...Lo mató el caballo -se acomidió a decir uno.
Lo tendieron en su cama, echando abajo el colchón, dejando las puras tablas donde acomodaron el cuerpo ya desprendido de las tiras con que habían venido tirando de él. Le colocaron las manos sobre el pecho y taparon su cara con un trapo negro. "Parece más grande de lo que era", dijo en secreto Fulgor Sedano.
Pedro Páramo se había quedado sin expresión ninguna, como ido. Por encima de él sus pensamientos se seguían unos a otros sin darse alcance ni juntarse. Al fin dijo:
-Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto.
No sintió dolor.
Cuando le habló a la gente reunida en el patio para agradecerles su compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo alazán de Miguel Páramo.
-Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo -le ordenó a Fulgor Sedano.
-Está bien, don Pedro. Lo entiendo. El pobre se ha de sentir desolado.
-Yo también lo entiendo así, Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto escándalo, es mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas ganas.