Pedro Páramo. Capítulo 57. Página 113.
En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.
-¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?
-Sí, Susana.
-¿Y es verdad?
-Debe serlo, Susana.
-¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?
-No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.
-Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo.
Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.
-¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?
-Muchos, Susana.
-¿Y no has sentido tristeza?
-Sí, Susana.
-Entonces ¿qué esperas para morirte?
-La muerte, Susana.
-Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.
Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.
-¿Tú crees en el infierno, Justina?
Sí, Susana. Y también en el cielo.
-Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.
Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
-¿Cómo está la señora?
Mal -le dijo agachando la cabeza.
-¿Se queja?
-No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida
-¿No ha venido el padre Rentería a verla?
-Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.
-¿En gracia de quién?
-De Dios, señor.
-No seas tonta Justina.
-Como usted lo diga, señor.
Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta, y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsiones.
Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló: "¡Susana!" Y volvió a repetir: "¡Susana!"
Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio moviendo brevemente los labios:
-Te voy a dar la comunión, hija mía.
Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan, semidormida, estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: "Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio." Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.