Pedro Páramo. capítulo 23. Página 45.

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—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.

Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.

—Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora.

Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extraño que aquello terminara...

—Sí —volvió a decir Damiana Cisneros—. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles cuando aquí como tú ves, no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?

"Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces.

Ni más ni menos, ahora que venía, encontré un velorio. Me detuvo a rezar un padrenuestro. En esto estaba, cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme:

—¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, Damiana! "Soltó el rebozo y reconocí la cara de mi hermana Sixtina.

"—¿Qué andas haciendo aquí? —le pregunté. "Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres.

"Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía 12 años. Era la mayor. Y en mi casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo que lleva muerta. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo. Así que no te asustes si oyes ecos más recientes, Juan Preciado."

—¿También a usted le avisó mi madre que yo vendría? —le pregunté.

—No. Y a propósito, ¿qué es de tu madre?

—Murió —dije.

—¿Ya murió? ¿Y de qué?

—No supe de qué. Tal vez de tristeza. Suspiraba mucho.

—Eso es malo. Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace. ¿De modo que murió?

—Sí. Quizá usted debió saberlo.

—¿Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé nada.

—Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo?

—¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana! Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos.

—¡Damiana! —grité—. ¡Damiana Cisneros!

Me contestó el eco: "¡... ana... neros... ! ¡... ana... neros... !"

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