Pedro Páramo. Capítulo 45. Página 94.
Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho: -Baja, Susana, y dime lo que ves.
Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera.
-No veo nada, papá.
-Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo.
Y la alumbró con su lámpara.
-No veo nada, papá.
-Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo.
Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa:
-Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo.
Y ella bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando "en el no encuentro dónde poner los pies".
-Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo.
Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía:
-¡Dame lo que está allí, Susana!
Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.
-Es una calavera de muerto -dijo.
-Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres.
El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo entre sus manos.
-Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana.
Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre.
Por eso reía ahora.
-Supe que eras tú, Bartolomé.
Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa se convertía en carcajada.
Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en lluvia.