Pedro Páramo. Capítulo 44. Página 93.

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Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.

Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando de encontrarle la cara:

-¿Eres tú, Bartolomé -preguntó.

Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor.

Se durmió y no despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó:

-¡Justina!

Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada.

-¿Qué quieres, Susana?

-El gato. Otra vez ha venido.

-Pobrecita de ti, Susana.

Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le preguntó: -¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina.

-Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy largo. Te has quedado sola, Susana.

-Entonces era él -y sonrió-. Viniste a despedirte de mí -dijo, y sonrió.

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