Pedro Páramo. Capítulo 16. Página 36.
-Más te vale, hijo. Más te vale -me dijo Eduviges Dyada.
Ya estaba alta la noche. La lámpara que ardía en un rincón comenzó a languidecer; luego parpadeó y terminó apagándose.
Sentí que la mujer se levantaba y pensé que iría por una nueva luz. Oí sus pasos cada vez más lejanos. Me quedé esperando.
Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pasos cortos, tentaleando en la oscuridad, hasta que llegué a mi cuarto. Allí me senté en el suelo a esperar el sueño.
Dormí a pausas.
En una de esas pausas fue cuando oí el grito. Era un grito arrastrado como el alarido de algún borracho: "¡Ay vida, no me mereces!"
Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; pudo haber sido en la calle; pero yo lo oí aquí, untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio.
No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; Ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. Y cuando terminó la pausa y volví a tranquilizarme, retornó el grito y se siguió oyendo por un largo rato: "Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!"
Entonces abrieron de par en par la puerta. -¿Es usted, doña Eduviges? -pregunté-. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Tuvo usted miedo? -No me llamo Eduviges. Soy Damiana. Supe que estabas aquí y vine a verte. Quiero invitarte a dormir a mi casa. Allí tendrás dónde descansar.
-¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media Luna?
-Allá vivo. Por eso he tardado en venir.
-Mi madre me habló de una tal Damiana que me había cuidado cuando nací. ¿De modo que usted ... ?
-Sí, yo soy. Te conozco desde que abriste los ojos.
-Iré con usted. Aquí no me han dejado en paz los gritos. ¿No oyó lo que estaba pasando? Como que estaban asesinando a alguien. ¿No acaba usted de oír?
-Tal vez sea algún eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Toribio Aldrete hace mucho tiempo. Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara; para que su cuerpo no encontrara reposo. No sé cómo has podido entrar, cuando no existe llave para abrir esta puerta.
-Fue doña Eduviges quien abrió. Me dijo que era el único cuarto que tenía dsponible.
-¿Eduviges Dyada?
-Ella.
-Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía.